Desde el pasado lunes 7 de junio veo a Andrés Manuel muy disminuido en su arrogancia. Ya no es el mismo. Su sonrisa, a menudo fingida, ahora es más bien grotesca. Sus afanes por parecer satisfecho, feliz, feliz, feliz, resultan demasiado burdos, obvios. En realidad lo veo sin la enjundia de antes, un tanto menguado su ánimo. A veces, francamente, lo miro desolado.
Y no es para menos.
Su apuesta a mantener junto con sus aliados mayoría calificada en la Cámara de Diputados, falló. Para colmo, no pudo evitar que el INE aplicara la ley para limitar conforme a ésta la sobrerrepresentación legislativa, que en 2018 le dio una tramposa supremacía. Esa mayoría era la pieza clave, crucial, de un proyecto que ahora se mira frustrado.
En su afán prioritario de mantener el control del Congreso, fue clara su decisión de meterse a la elección como figura central. Lo logró, evidentemente. A través de la confrontación atizada desde el púlpito de Palacio Nacional todos los días, consiguió hacer de la elección intermedia una suerte de plebiscito: unos –muchos– votarían a su favor; otros –muchos– en contra. Y estuvo en la contienda sin estar en la boleta.
Confiado en su popularidad, que rondaba el 60 por ciento de aceptación en las encuestas, arremetió con todo su ímpetu en pos de la meta anhelada. Pienso que sobrevaloró sus posibilidades. Sus partidarios son en efecto mayoría, aunque divididos en dos: sus fanáticos y los benefactores de los programas sociales, a quienes se vendió la falsa idea de que podrían perder sus pensiones o becas o ayudas si Morena perdía la elección. Sus detractores son menos, aunque no pocos. Representan alrededor del 40 por ciento y todos lo detestan. Tuvieron más motivaciones para salir a votar.
Y perdió.
La elección de los diputados federales, no otra, era su obsesión. En realidad, como se vio, le importaban un comino las elecciones estatales en 15 entidades, aunque ahora presume –porque no tiene otra cosa que presumir– el triunfo de su causa en 11 de ellos, que no es poco ciertamente; pero esas victorias languidecen en su ánimo frente a la gran derrota que sufrió en la capital. La autollamada 4T perdió su bastión histórico, el más importante en el país. Hoy se reduce a siete de las 16 alcaldías su hegemonía, con un Congreso local dividido.
Pocos leímos desde el principio del sexenio sus intenciones. Al auto igualarse con los grandes próceres de nuestra historia y atreverse a afirmar a priori que encabezaría la “cuarta transformación” de la nación mexicana, figúrense, era claro que no pensaba en un efímero lapso de seis años para acometer semejante hazaña.
Dedicó sus primeros tres años de Gobierno a armar el rompecabezas. El tinglado, dicen. Primero, desmontar sustentos de lo que él llama el viejo régimen. Aun antes de tomar posesión inventó una consulta patito para cancelar la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de Ciudad de México y luego emprender su propio proyecto en Santa Lucía. Probó la farsa de las consultas.
Luego, acabar o al menos debilitar a los organismos autónomos, liquidar los fideicomisos, recordar apoyos a la cultura, a la ciencia, a las organizaciones civiles, a las guarderías, para disponer de esos recursos conforme a su plan transexenal.
Así, amplió y fortaleció los programas sociales, para repartir dinero entre más amplios sectores (todavía en vísperas de las elecciones ofreció duplicar la pensión de los adultos mayores y bajar a 65 años la edad mínima para recibirla). La emprendió contra el INAI, la Cofece, el INE. Sin recato metió la mano en el Tribunal Electoral de la Federación y hasta en la Suprema Corte de Justicia y el Banco de México.
En contradicción flagrante a su posición de años atrás, emprendió la militarización del país. Contar con el respaldo de las Fuerzas Armadas se convirtió en estrategia toral de su plan. Entregó al Ejército la construcción del aeródromo de Santa Lucía, de las universidades, de las sucursales del Banco del Bienestar y del Tren Maya, con todo y rendimientos económicos; le dio el control de las aduanas y (a la Marina), de los Puertos. Y el mando de la Guardia Nacional, que supuestamente iba a quedar en manos civiles.
Hizo dos ensayos de “ampliación del mandato”. El primero de ellos, fallido, a cargo de su amigo el impresentable Gobernador de Baja California, Jaime Bonilla Valdez, que intentó ampliar a cinco años su mandato de dos. El segundo, para mantener al Ministro Arturo Zaldivar, en violación fragrante de la Constitución, al frente de la Suprema Corte y el Consejo de la Judicatura Federal por dos años más del periodo para el que fue electo. O sea, justo hasta 2024. Esta tentativa encontró una abrumadora, prácticamente unánime oposición de juristas y constitucionalistas, pero la sostuvo. Hoy sigue atorada, pero ya no le importa mayormente.
Por supuesto que el tabasqueño, que se proclama maderista y por tanto antirreleccionista, ha negado cualquier interés, afán o plan de mantenerse en la Presidencia de la República más allá de su mandato constitucional de seis años. Una y otra vez ha reiterado que al terminar su periodo, en 2024, se retirará a su rancho de Palanque. También lo negó muchas veces, reiteradamente, Hugo Chávez. Como otros.
Hoy sin embargo el sueño se esfumó. Ahora sí que se cayó como castillo de naipes. Sin la mayoría calificada en el Congreso, sus aspiraciones de al menos ampliar su mandato, se tornan imposibles. De ahí el desánimo, el mal humor que se respira en Palacio según varias versiones, la andanada de descalificaciones y epítetos contra la clase media que le dio la espalda en las elecciones. Destila amargura.
“Me jubilo, no vuelvo a participar en nada, en política, ni voy a asistir a ninguna conferencia, ni voy a aceptar ninguna invitación para estar en la vida pública, ni voy a estar contestando o mandando mensajes en Facebook o en Twitter, nada, nada de nada”, dijo el miércoles pasado. “Ni con mis hijos voy a hablar de política”.
Y ahora sí le creo.
Cuatro días después de la elección se reunió con la elite empresarial para decirle que no habrá reforma fiscal ni planes de reelección. Algunos de los asistentes confirman que el Presidente mostró en la reunión una actitud bien distinta a la de anteriores encuentros. “Comedido y mansito”, describió uno de ellos. Apenas ahora ha empezado a hablar de su sucesión, que antes ni siquiera contemplaba.
Andrés se enfrenta a la cruda realidad. Se le fue ya la mitad de su sexenio con muy exiguos logros y le quedan sólo dos años y pico, cabales, para completar su Gobierno. No hay más allá. Válgame.
DE LA LIBRE-TA
COINCIDENCIAS: Pasaron las elecciones, se acabó al show estelar de Hugo López-Gatell, subieron los contagios por COVID-19, bajó el número de vacunaciones diarias, varios estados en Verde regresaron al Amarillo o al Naranja, en CDMX alertan sobre un probable rebrote. Meras coincidencias.
@fopinchetti
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