Las grandes crisis, como esta pandemia, nos fuerzan a cambiar y a salir de nuestra cómoda inercia. Por eso, son momentos cruciales para también detonar cambio deliberado; cambio difícilmente asequible en medio de la comodidad propia de la estabilidad y la rutina.
Las crisis resaltan lo peor y lo mejor de la humanidad. El esfuerzo por desarrollar una vacuna en tiempo récord ha incitado cooperación sin precedente entre nuestras mejores mentes; empresas biotecnológicas, gobiernos, universidades y farmacéuticas están por lograr lo impensable, pues la vacuna que más rápido se había logrado -para las paperas- tomó cuatro años en la década de los sesenta. Pero también asoman la cabeza la ignorancia, las teorías de conspiración, los supremacistas blancos, los fanáticos religiosos, los políticos sin escrúpulos y los populistas a quienes parece importarles más acumular poder -desdeñando la pandemia- que proteger la vida humana.
Si aprovechamos este momento de cambio, ¿a qué mundo podemos aspirar?, ¿a qué tipo de sociedad?, ¿a qué país? Esta crisis nos recuerda que una cadena es sólo tan fuerte como su más frágil eslabón. No importa qué tan ricos sean los más ricos, si no logramos proteger e inocular a los más pobres, éstos esparcirán un virus que impedirá que los primeros normalicen sus vidas. Esta pandemia puede volverse el mayor impulsor de desigualdad entre países y entre individuos, la gobernabilidad estará en riesgo si no diseñamos políticas públicas para evitarlo.
Hoy entendemos que la devastación de áreas naturales provoca que los seres humanos convivan con especies animales capaces de desencadenar terribles contagios. Cuidar el medio ambiente es una prioridad impostergable. Hoy confirmamos que la inversión en ciencia no es un lujo elitista, sino una prioridad para todos. Entendemos que desarrollar sistemas de salud pública eficientes e incluyentes es indispensable, e imposible lograrlo de la noche a la mañana, cuando se enfrenta una amenaza clara.
Tendremos el reto colosal de reincorporar a la fuerza laboral a los más de 33 millones de mexicanos hoy desempleados o subempleados. Corremos un riesgo potencialmente devastador si nuestra respuesta a esta brutal crisis -que quizá ha costado 200 mil vidas- es regresar a un pasado que nunca fue lo que nos dicen, en vez de abrazar al futuro con convicción para acelerar cambios que urgen para volvernos un país menos desigual, más próspero, más justo, más seguro, capaz de ofrecer las oportunidades que nuestros jóvenes merecen.
Démosle la espalda a toda narrativa -de izquierda o derecha, conservadora o liberal- que acentúe lo que nos diferencia, que quiera convencernos de que quien piensa diferente es nuestro enemigo y merece nuestro odio. Respetemos nuestras diferencias para mejor buscar propósitos comunes, para encontrar soluciones realistas a los colosales retos que enfrentamos.
Esta crisis confirma que convocar a las mejores mentes en la búsqueda de soluciones concretas rinde espléndidos resultados, que la atención médica y la educación a distancia son posibles, que podemos reencauzar recursos y esfuerzos para resolver problemas urgentes, y que los gobiernos y bancos centrales tienen herramientas que pueden usarse con responsabilidad en casos de emergencia para detonar cambios apremiantes.
Urge que este gobierno se dé cuenta de que insistir en el rescate del Pemex que hoy conocemos es suicida, pues necesitamos esos recursos para insertarnos en un mundo que cambió. Urge que invirtamos en energías limpias, para las cuales de hecho tenemos ventajas importantes. Urge que entendamos que es indispensable revolucionar nuestro paupérrimo sistema de educación pública. Hoy debe ser obvio que es grave gastarnos en campañas políticas los pocos recursos que encauzábamos a investigación científica.
Como país podemos optar por perder el tiempo en penachos y buscando culpables de errores pasados, o ver el futuro con la determinación y certeza de que podemos provocar cambios que nos permitan participar en el nuevo mundo que surgirá después de la pandemia.
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